Se conocieron a través de confesarse intimidades personales y emocionales. Un día se vieron en la proyección de una película esencial en sus vidas. Otro día compartieron un helado de pitufo. Y al tercer día se miraron a los ojos por primera vez y se dieron el beso más tierno posible. Un beso tímido, como si fuera el primero de todos los besos que se han dado los seres humanos. Acercándose poco a poco. Lleno de sentimiento. Cada leve movimiento era percibido por el otro. Cada movimiento era correspondido. Sus labios se rozaban fugazmente al principio. Cada roce era emocionante. Se trataba de averiguar quién de los dos daría el siguiente paso. Todo era lento y sutil, como debe ser cuándo se besa de verdad. No hay nada más en el mundo que esos labios descubriéndose, transmitiéndose todo lo que las palabras no alcanzan a decir. Luego una mano rozó ligeramente el pelo. Y otras dos manos cogieron con decisión la cara. Y en ese punto los labios se sellaron como si ya nada les pudiese separar. Y las húmedas lenguas se buscaban y jugaban y se enredaban. Y ambos corazones latían como si se fuesen a salir por las bocas. Y sus cuerpos enteros se juntaron lo más que pudieron. Parecían una silueta que baila y se balancea en la oscuridad de la noche, debajo de una farola tenue en la esquina de una calle poco transitada. Ese beso era como si hubieran besado por primera vez, con la intensidad, inocencia, eternidad, euforia y excitación que tiene esa primera vez. Después de ese beso no puede haber más besos. Al menos ella no recuerda ninguno anterior ni posterior. Solamente ese.
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